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La dialéctica orden/desorden social desde los Imaginarios sociales (página 2)



Partes: 1, 2

De hecho, la alusión a ésta en los textos
de Karl Marx no
deja de ser vaga, pudiendo sonsacarse sintomáticamente de
sus obras más alejadas de su pretendida formulación
como cuerpo doctrinal.
Y también, en razón de lo anterior, la necesidad de
introducir por parte de Lenin la existencia de una
ideología  proletaria con una autonomía
propia con respecto de la ideología dominante, que, tal como
aducía Marx en La
ideología alemana
, no era más que la
ideología  transmitida en realidad por la clase
dominante; o del emblemático proyecto
teórico de Georg Lukács, quien en Historia y
consciencia de clase
tratará de fundamentar
posteriormente esta ideología proletaria. De
cualquier modo, cabe precisar cómo en el marco
teórico marxista no deja de suscitar serias
dificultades el reconocimiento de una ideología del
proletariado capaz de encajar en dicho marco. 

En todos estos análisis subyace un denominador
común que, a modo de prejuicio
teórico, impide desentrañar la inestabilidad y
fragilidad de todo orden social. A este respecto, la literatura
filosófico-sociológica británica de los
años ochenta del pasado siglo ha sabido percibir la
insuficiencia de ciertos axiomas teóricos latentes en el
pensamiento
marxista. Así, como ha diagnosticado certeramente tanto
Nicolás Abercrombie (1980: 181-182), (1980:50-51) como
John B. Thompson (1990:90), en el diálogo
crítico que mantienen con ciertos presupuestos
de la teoría
marxiana de la sociedad, la
ideología dominante nunca es algo absolutamente
homogéneo, compacto y sin fisuras. En efecto, la
teoría de la ideología marxista, especialmente la
de raigambre althusseriana, presupone que los dominados acatan
plenamente la representación del mundo impuesta por los
detentadores del poder,
quedando absolutamente colonizada su experiencia social por la
ideología dominante. Pero se pregunta con razón
Abercrombie ¿No caben espacios de fuga o de escepticismo
por parte de los dominados?. En última instancia, la
tesis de la
ideología
dominante se apoya en un principio
sumamente discutible, a saber, que los dominados carecen de
representaciones del mundo alternativas a la instituida, puesto
que no disponen de los recursos
teóricos necesarios para que su conciencia haga
frente a la ideología transmitida por el poder.

En suma, se asume, implícitamente, una suerte de
inmadurez o ingenuidad ideológica de los dominados. La
cual, por otra parte, allana el camino para que se legitime
finalmente que una vanguardia
teórica irradie la luz del saber,
como en el símil de la caverna platónica, sobre las
ofuscadas y engañadas conciencias de aquellos que son
víctimas pasivas de la ideología. Da
justificación, de este modo, a una tiranía
ilustrada de la cultura de los
sabios sobre la siempre fácilmente domesticable cultura de
las masas. Porque el camino de salida de la doxa viene
previamente preconfigurado y señalado por agentes o
instancias sociales ajenos a aquellos víctimas de la
distorsión ideológica supuestamente generalizada,
está diseñado desde una pretendida conciencia
desideologizada sobre la que se deposita tanto la
inequívoca verdad de lo social como los medios
acertados para transformar la falsa conciencia en
reconciliada transparencia del mundo.

La virtud de los planteamientos de Abercrombie y
Thompson radica en descubrir la carencia de homogeneidad de la
ideología dominante junto con la revalorización de
una representación del mundo propia de los dominados, que
surge, por otra parte, como afirmación de un espacio de
resistencia por
parte de éstos. Aquí habría que incluir,
lógicamente, un tan difuso y subterráneo como
insobornable escepticismo de la cultura popular frente a toda
visión del mundo impuesta de modo vertical y
externo. 

II.
Imaginarios sociales: Una definición siempre
controvertida

La noción de imaginario social admite una
multiplicidad de perspectivas interpretativas en algunos casos
bastante dispares. Heléne Védrine (1990) ha
expuesto con precisión el tratamiento histórico del
que ha sido objeto lo imaginario a lo largo del pensamiento
occidental, señalando una notable y reiterada
ambigüedad: irrealidad o falsedad por una parte, apertura de
sentido por la otra. El estudio de Védrine pone el acento
en cómo la devaluación de lo imaginario está en
estrecha consonancia con el programa
filosófico racionalista y conceptualista dominante en el
itinerario del pensamiento occidental, en el fondo
pretendidamente desmitificador, que identifica lo imaginario con
una quimera o fantasía de la cual habría que
liberarse para, de este modo, alcanzar una conciencia más
diáfana y menos engañosa de la realidad.
Védrine apela a Jean Paul Sartre y a
Gaston Bachelard cuando busca localizar lo imaginario en el
ámbito de una enriquecedora y fecunda
ensoñación capaz de transgredir creativamente el
orden de lo fáctico. Así, se desmarca de otras
líneas de investigación , como el psicoanálisis lacaniano o el propio
marxismo, que
reducen la naturaleza de
lo imaginario a una mera ilusión derivada de una previa
carencia real o material, a la cual vendría a suplir como
un género
de consoladora sublimación o transfiguración. En la
línea de Védrine, se han intentado precisar
definiciones, siempre inconclusas y transitorias, del imaginario
social[3]

Nuestra particular aproximación al Imaginario
social bien puede resumirse en tres rasgos
definitorios:

A. El imaginario social constituye el modo de construcción y definición de aquello
que los individuos perciben y asumen como realidad. Si ya la
sociología de corte fenomenológico
había apuntado, enfrentándose al positivismo,
que lo real es siempre algo significativo para un sujeto, el
imaginario social es el elemento que nos permite otorgar una
particular inteligibilidad y significación a la realidad.
Por eso, se interpone, a modo de filtro obstaculizador, en el
particular modo a través del cual los individuos perciben
su realidad, dotando, de esta forma, a ésta de una suerte
de certidumbre o evidencia incuestionable. Por lo mismo, impide
su problematización, ya que ello entrañaría
el que pudiera desmoronarse la definición socialmente
aceptada de realidad. Cornelius Castoriadis, autor especialmente
preocupado en asignar al orden de lo imaginario un sólido
estatuto, propone que la realidad carece del rango de
objetividad, puesto que su inteligibilidad vendría dada a
través de un conjunto de significaciones
imaginarias
que la tornan particularmente significativa
(Castoriadis, 1989: 283-333). Así, Castoriadis utiliza la
noción de figuración cuando trata de abordar
las relaciones entre lo imaginario y lo real, de manera que lo
imaginario se presentifica, se torna en figuración
concreta, en lo real.

B. El estatuto anteriormente atribuido al imaginario
social implica reconocer las limitaciones de una ontología dualista que escinde
dicotomicamente el orden de lo real y el orden de lo imaginario
como ámbitos o esferas autónomas e independientes.
Como acertadamente señaló Raymond Ledrut
(1987:41-42), tras la caracterización del imaginario como
ilusión o fantasía, en muchos casos fuente de
alienación social, por parte de Marx y continuadores de la
tradición marxista, subyace un simplificador dualismo
ontológico que condena irremisiblemente al imaginario al
ámbito de una pseudorealidad. Por el contrario,
habría que contemplar la imbricación entre lo
imaginario y lo real, al modo de Durkheim en
Las formas elementales de la vida religiosa., desde la
perspectiva de una trascendencia inmanente. Lo imaginario
es inmanente a lo real, toma cuerpo en éste; de hecho la
realidad está indisociablemente atravesada de por
sí de  lo imaginario. En suma, ni materialismo ni
idealismo,
realidad e imaginario se entrelazan, se funden en una amalgama
simbiótica en donde se confunden subjetividad y
objetividad. Aqui, en este punto, la noción de forma
social
empleada por Ledrut (1984:179) y Michel Maffesoli
(1985:79-96), (1996:105-147), es una herramienta conceptual
especialmente relevante. Noción inspirada en la
sociología de Georg Simmel (1923:204-232), quien se abre a
una comprensión de la realidad desde un entrejuego de las
culturas objetiva y subjetiva que conforman toda
sociedad. A partir de Simmel sabemos que la realidad material
esta preñada de una intrínseca e indisociable
representación constitutiva propiamente de lo
real.

C. En lugar de concebir la sociedad postmoderna desde
una matriz
holística sustentada sobre una significación
central
, tal como ocurría en las sociedades
tradicionales o incluso modernas, deberíamos acercarnos al
ejercicio práctico de los imaginarios sociales desde la
fragmentación y sectorialización contextual en sus
diferentes ámbitos de aplicación en la vida
cotidiana. Esto no significa, sin embargo, que no existan
áreas de intersección social en las que diferentes
imaginarios sociales acaben entrecruzándose. Es
más, los distintos plexos en los que se construye la
cotidianidad se conforman a partir del trenzado de
diferentes imaginarios sociales. Pero lo que sí interesa
destacar es cómo ese constructo social denominado como
vida cotidiana se configura desde la solidificación de una
compleja trama de imaginarios sociales en ámbitos de
actuación siempre local.

Los imaginarios sociales están estrechamente
ligados, como ha señalado Josetxo Beriain (1996:287-312),
al mantenimiento
de la integración social. En última
instancia, la estructura y
plausibilidad de lo real descansa en un mito fundante,
en un monde imaginale que diría Maffesoli(1992:29),
que le otorga una global significación[4].
De hecho, como sostiene B. Anderson (1993:29), la propia identidad
social se sustenta, necesariamente, sobre una
representación imaginaria que le confiere una
idiosincrasia[5].
De este modo es cómo lo real se torna en una creencia
incuestionable, de manera que el mundo aparezca como algo
aproblematizado en el sentido de Alfred Schutz. Así, lo
real, como afirma Hans Blumenberg(1981:48) siguiendo a Edmund
Husserl, se convertiría en lo incuestionablemente dado
por familiar
.  El imaginario social se ubicaría,
pues, en el orden de la creencia, que tan certeramente
José Ortega y Gasset(1986:29) demarcó de la idea,
puesto que tendría que ver con aquello a lo que los
individuos se aferran para otorgar una solidez ontológica
a su mundo, clausurando la interrogación acerca de su
sentido.

III.
El orden social permanentemente inacabado. Una perspectiva desde
el Imaginario social.

III.I. El conflicto por
definir la realidad

Sabemos, desde que Durkheim mostrara que la religión es una
trascendencia inmanente a lo social, que la sociedad no
está constituida exclusivamente a partir de sus
condiciones materiales de
existencia. En efecto, la autorrepresentación que un
grupo social
hace de sí mismo es una faceta consustancial a la propia
existencia de éste. Una sociedad, según Durkheim,
se conformaría a partir de la interrelación de sus
aspectos materiales e ideacionales, que en armoniosa
simbiosis conforman la naturaleza de ésta. De ahí
que el Imaginario social, que como hemos señalado
anteriormente se definiría como una
representación inmanente a lo social, sea un
elemento prioritario para la propia existencia de la sociedad.
Dado que el Imaginario social constituye una fuente y
garantía de la integridad social a través de la
coparticipación de sus integrantes en unas
significaciones imaginarias socialmente instituidas,
resulta especialmente relevante la intencionada
utilización que de un imaginario social se haga con el
propósito de conservar el orden social desde una
definición de realidad que se torne plausible. Por eso,
una vez problematizadas, a raíz del proceso de
secularización occidental, las instancias
teológicas o metafísicas que servían como
fundamento que otorgaba credibilidad a la realidad, la
definición de realidad se disuelve en una plástica
gama de interpretaciones.

A partir de este momento, deja de existir una
definición única y unitaria de realidad, puesto que
ahora ésta admite una pluralidad de versiones en ocasiones
contrapuestas. Como han diagnosticado Peter Berger y Thomas
Luckmann (1995:80), la modernidad se
caracterizaría por una problematización de lo real
que en otro tiempo, sin
embargo, estaba clausurada tanto por la tradición como por
la religión. Las sociedades postmodernas, en este sentido,
intensifican y acrecientan este radical autocuestionamiento, que
ya estaba en el propio germen de la modernidad, de modo que,
utilizando una conocida expresión marxiana, todo lo
sólido
parece disolverse en perspectivas o
versiones múltiples. Al mismo tiempo, y  vinculado
directamente con lo anterior, se nos descubre la posibilidad de
existencia de una pluralidad de realidades irreductibles a la
unicidad, a un código
de interpretación unilateral. El despliegue de
la modernidad, en suma, implicaría llevar hasta el
último extremo el politeísmo de los valores
que Max Weber
anunciaba como detonante irreversible de nuestra
época.

Lo que ha perdido, definitivamente, credibilidad es la
existencia de una realidad en sí, con una consistencia
ontológica firme. La hermenéutica, pero también la
fenomenología, han ayudado a disipar el
falaz espectro de una realidad concebida como independiente del
sujeto que la experimenta significativamente. De este modo, nos
hemos visto obligados a aceptar que lo real no es más que
una significación, en la cual se introduce la
subjetividad, que para el sujeto posee la realidad. Hemos pasado
así de una ontología esencialista a una
hermenéutica, pero también, como antes
indicábamos, de una definición única de
realidad a una definición múltiple. Pero
además, por otra parte, lo real es de por sí
ambivalente (Baumann), complejo (Luhmann), de
ahí que sea obligada una reducción selectiva de
posibilidades que delimite y acote la realidad para así
hacer frente a la incertidumbre. Es necesaria una
definición de realidad que transforme lo indeterminado en
determinado, la incertidumbre en certeza. Y en este punto, los
imaginarios sociales poseen una destacada funcionalidad, puesto
que construyen y configuran una específica percepción
significativa de la realidad para los individuos, dado que
focalizan inexorablemente una definición de realidad que
excluye otras posibilidades alternativas a ésta. Es la
relación entre relevancia y opacidad que
Juan Luis Pintos (1995:8-20) ha intentado mostrar como
determinante en el papel de los imaginarios sociales.

Por tanto, toda imposición de una
definición cancelada de realidad es necesariamente
frágil, inestable. Tras una aparentemente consolidada
armonía social se encubre siempre una constante y
tácita lucha entre distintos imaginarios sociales que
compiten por conquistar una plausibilidad generalizada, pero
siempre al servicio de
distintos intereses de poder. El poder, efectivamente, ha
desplazado su ejercicio, de manera que los tradicionales aparatos
ideológicos althusserianos o disciplinarios de Michel
Foucault han sido
sustituidos por la imposición de un espectro o campo de
visualización uniformizadora de realidad que impide su
cuestionamiento. La vieja actuación coactiva de los
aparatos ideológicos da paso, de este modo, a estrategias de
construcción de realidades por los mass-media a
través de la instrumentalización de imaginarios
sociales[6].
Así pues, la competencia por
definir la realidad tiene importantes consecuencias en el terreno
de la legitimidad política. Pero como
antes dejábamos se½alado, y esta es precisamente la
intrínseca y paradójica vulnerabilidad del orden
social, la realidad puede acoge una plástica gama de
interpretaciones plausibles. De modo que todo régimen de
visualización hegemónico descansa, finalmente, en
una armonía siempre, conflictiva, inestable e
inacabada.

En cualquier tipo de sociedad, late una constante pugna
entre imaginarios sociales que persiguen legitimar la realidad
establecida e imaginarios sociales que buscan deslegitimarla y,
lógicamente, modificarla. Ledrut (1987:55) afirma, a este
respecto, que en toda sociedad se alberga una dialéctica
permanente y nunca acabada entre imaginarios con una función
estática, es decir que buscan reafirmar el orden
social, e imaginarios dinámicos, que tratan de
cuestionarlo. Aquí, habría que reconocer un
especial estatuto al ensueño, a la creadora y vivificadora
capacidad que posee la ilusión que anida
subterráneamente en toda sociedad para trascender lo dado,
por abrir posibilidades a la realidad instituida. Porque, en
definitiva, una sociedad es también, entre otros aspectos,
la expresión de sus sueños, de sus ideales, de sus
utopías[7].

Por eso, efectivamente, cabe una lectura
eminentemente deslegitimadora del imaginario social, que se
desmarcaría así de su simplificadora
identificación con lo ideológico (Carretero,
2001), puesto que los Imaginarios sociales pueden producir
dislocaciones en la realidad instituida para abrirnos a
posibilidades de realidad alternativas. Maffesoli (1977:51-52),
(1979:90) ha insistido reiteradamente, apoyándose en Georg
Sorel, en el privilegiado apoyo que brinda el imaginario
condensado bajo la forma de mito a todo movimiento
social dinamizador de una petrificada realidad, poniendo de
manifiesto que sin una apelación al terreno de lo
imaginario todo proyecto de transformación social
está destinado al impotente ámbito de la mera
teorización o, en última instancia, a la
infructuosidad política. El Imaginario de una sociedad, al
estar ligado al orden de lo vivencial, de lo pasional,
está dotado de una especial eficacia
política, puesto que posee la facultad de enraizarse en la
experiencia social, mientras que la teorización
programática o conceptual adolece de ello.

III.II. Los contrapoderes. Como pensar la resistencia
a los imaginarios sociales dominantes

Por Imaginario social dominante entendemos la
definición de realidad social construida por los
detentadores del poder para legitimar, y así conservar,
las relaciones sociales institucionalizadas. En una sociedad
caracterizada prioritariamente por una cultura
mediática
, la transmisión de este Imaginario
social dominante es llevada a cabo a través de los medios de
comunicación de masas. En efecto, el poder
mediático diseña prefabricados imaginarios sociales
que acaban solidificándose finalmente como aquello
aceptado como evidencia social por los individuos. Construye
estereotipos, estigmatizaciones o estilos de vida que acaban
estructurando la asunción de la realidad social para
tornarse en realidades definitivamente consistentes. De este
modo, la percepción del mundo social acaba estando
mediatizada por la interposición del imaginario social, lo
que dificulta que pueda llegar a problematizarse una
visualización convertida en dominante y
totalizadora.

Michel Foucault (1977:163-173) afirmaba que todo poder
produce sus efectos de rebote, es decir que genera sus
propias resistencias.
En efecto, los dominados no son meros receptores de la
dominación, puesto que también producen sus
contrapoderes. Difícilmente podríamos
concebir una sociedad, como piensa Althusser, desde una
ideología dominante capilarizada por todos los
intersticios del cuerpo social y que, a modo de cemento
colectivo
, alcanzase un pleno sometimiento de los dominados.
La hegemonía, de la que hablaba Antonio
Gramsci, nunca es algo absoluto, definitivo. El conjunto de
creencias, valores, en
definitiva el sentido común solidificado, que trata de
establecer el poder como única versión
uniformizadora de la realidad encuentra siempre sus resistencias.
Michel de Certeau denominaba como desvíos desde
dentro
a las respuestas, siempre activas, de los dominados
ante un ejercicio de poder. Para De Certeau, la dominación
genera como contrapartida, inevitablemente, estrategias y
prácticas de resistencia que tratan de contrarrestar a la
ideología dominante. Así, los dominados no son
meras víctimas pasivas de la representación del
mundo impuesta por los dominantes, puesto que, a menudo,
metabolizan y metamorfosean esta representación, es decir,
metaforizan el orden dominante haciéndolo funcionar en
un registro
diferente (De Certeau, 1990: 54). En este
punto, cabe  realzar la importancia del saber local y de la
cultura popular, de la memoria
colectiva sobre la que tanto ha insistido Maurice Halbwachs, de
la tradición apuntada por Georges Balandier, como
baluartes de afirmación de lo proxémico, del
continuum histórico, de la temporalidad natural de
las cosas.

En este sentido, pese a que no nos interese profundizar
aquí en esta importante cuestión que
exigiría un tratamiento más exhaustivo, conviene
apuntar cómo el despliegue y extensión del
imaginario capitalista que persigue imponer el dinero y el
consumo como
única realidad posible discurre paralelamente con el
proceso de desmantelamiento y  autorenuncia de una cultura e
identidad propiamente obrera, arraigada en una tradición
histórica de clase pero que bloqueaba, a modo de
obstáculo, la expansión económica del
capitalismo.

En realidad, paradójicamente, convendría
interrogarse sobre si resulta beneficioso o perjudicial para un
renovado proyecto de teoría crítica
el asumir la tesis de una generalizada ideología
dominante. ¿No estamos, con ello, reconociendo la
imposibilidad de los individuos para construir su destino
histórico sin apelar a una verdad impuesta, en clave de
una sospechosa ilustración, desde fuera? ¿No es
precisamente más ideológico reconocer la
existencia de un engaño generalizado del que son
víctimas pasivas los individuos?. ¿No se
desvaloriza con esta tesis, curiosamente, un larvado y
subterráneo, pero activo, escepticismo inscrito en la
cultura popular, en el apego a lo cercano, siempre significativo
de un descrédito de toda monopolización de la
verdad?. La solidificación social de un imaginario
dominante encuentra, de esta manera, una importante resistencia
en un acervo cultural, en un patrimonio
colectivo, en lo que bien podríamos catalogar como
imaginarios populares, que se nutren de una
representación del mundo y unas prácticas sociales
con una lógica
diferenciada de la institucional.

Maffesoli (1990: 250) ha propuesto la noción de
neotribalismo para caracterizar una difusa,
polimórfica y heterogénea cultura postmoderna que
se nutre fundamentalmente de una especial socialidad
empática
. En contraposición con aquellos
análisis de la sociedad actual que la catalogan como
individualista, Maffesoli sugiere, por el contrario, la
emergencia de nuevos lazos sociales expandidos por todo el
entramado social. Pero además, sostiene que esta
socialidad instalada en la cotidianidad es testimonio de
una resistencia a todo tipo de ideología que trate de ser
impuesta de modo externo y vertical al cuerpo social.

En lo cotidiano anidaría una subterránea
potencia social, expresión de un irrefrenable deseo
de vida, difícilmente domesticable por el poder.
Esta tomaría cuerpo en el orden de lo imaginario, en
mitos con una
indudable eficacia social, puesto que, al modo durkheimniano,
constituirían los verdaderos fundamentos de
identificación de grupos o
comunidades. Habría, pues, una reafirmación de lo
colectivo, de una sui géneris
participación mística, reveladora de la
crisis de los
metarrelatos o ideologías propias de la modernidad
que han tratado de imponer un telos histórico,
despreciando el instante presente en aras de una
«futurización de la historia». Este
neotribalismo, por otra parte, se afianza sobre una
interpenetración de las conciencias generando una
particular efervescencia colectiva, a través de la
cual se genera un tipo de comunidad tribal
con lazos de atracción social. En Maffesoli, en suma, lo
cotidiano más que un lugar de coagulación de una
ideología dominante es un indudable espacio intersticial
de resistencia ante el poder. Es la cotidianidad como respuesta
subversiva a todo proyecto o programa histórico
unidireccional que sacrifique el instante presente en aras de una
teleológica realización final de la
historia.

IV. A
modo de conclusión

El debate en
torno a la
globalización ha pasado a ocupar un papel destacado en
el terreno de la teoría sociológica. Se le achaca
la colonización cultural que convierte al dinero en
nuevo fetiche sustitutivo del lugar antes ocupado por la
divinidad. La muerte de
Dios, que anunciaba hace un siglo Nietzsche,
lamentablemente no ha supuesto el desarrollo
pleno de las facultades y potencialidades humanas. Mas bien, por
el contrario, el culto a Dios ha sido reemplazado por la
adoración al dinero y a las falsas necesidades a las que
apela el consumo. La definición de realidad que el poder
intenta establecer es que ésta es la única realidad
posible. Sin embargo, sabemos que el poder nunca es algo
perfectamente acabado. En toda sociedad compleja, como la actual,
caben múltiples versiones alternativas a la establecida,
espacios de fuga y resistencia.  Ahora bien, la
vertebración política de este reconocimiento
positivo de la diferencia pasa, evidentemente, por la
capacidad para establecer posibilidades de realidad alternativas
a la dominante. Lo que implicaría, entonces, utilizar los
espacios intersticiales albergados en la propia cultura
mediática como vías de oferta de
realidades opcionales, pero posibles, a la realidad
institucionalizada.

El proceso de desencantamiento del mundo al que
condujo la modernidad ha intentado excluir al mito de la
experiencia social en nombre de la razón
científica. Sin embargo, el mito posee una donación
de sentido del que adolece la racionalidad abstracta,
unidimensional e instrumental propia de la ciencia. La
construcción y articulación de los espacios de
resistencia social debe, entonces, recuperar la fuerza de lo
mítico. El Manifiesto comunista, como movilizador
del imaginario colectivo, como mito en suma, siempre ha sido
más eficaz para los anhelos y esperanzas de
transformación social que impulsaron el movimiento obrero
que la minoritaria lectura de El Capital. Por eso, los
contrapoderes deben procurarse de imaginarios con
capacidad para guiar nuevas prácticas sociales,
abriéndose así a un novedoso abanico de
subjetividades sociales con una irremplazable demanda de
sentido
. Quizá entonces, al dejarnos arrastrar como
Ulises, el héroe homérico, por el embriagador
sonido de lo
imaginario, del mito, podamos llegar a edificar realidades
alternativas a la dominante.

En las ficciones, en las utopías que buscan
trascender a través de la ilusión lo dado, es donde
se alberga, entonces, el antídoto apropiado frente a la
conversión reificadora y uniformizadora de todo lo
real en mercancía. Porque, pese a cualquier tentativa de
exclusión o represión de nuestra
imaginación, estamos, indudablemente, habitados por
nuestros sueños.

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através de los Imaginarios sociales
en A educación en
perspectiva
, Servicio de Publicaciones de la Universidad de
Santiago de Compostela, 2000. 

Simmel, Georges (1923). El concepto y la
tragedia de la cultura
en Sobre la aventura.
Ensayos filosóficos, Barcelona: Península,
1988.

Thompson, John B. (1990) Ideology and modern
culture
, Cambridge: Polity Press, 1990.

Védrine, Hélène (1990). Las
grandes conceptions de l´imaginaire de Platon
a
Sartre et Lacan. París: Livre de Poche,
1990.

Notas


[1]
En las conclusiones a la obra Las
formas elementales de la vida religiosa
, Durkheim condensa
y explicita la preocupación central que recorre todo su
itinerario intelectual, a saber, la búsqueda de un
sustitutivo funcional que supla el papel en otra hora
desempeñado por la religión en las sociedades
tradicionales, pero ahora en una sociedad que, a raíz de
la modernidad, se ha tornado laica.


[2]
Aparece suscitado este problema en
obras más vinculadas propiamente al campo de la
historia que al de la filososfía o al de la economía. Véase, Karl Marx,
La guerra civil en Francia, Madrid, Ricardo
Aguilera,1976 o en El dieciocho brumario de Luis
Bonaparte
, Madrid, Akal, 1975.


[3]
Gilbert Dürand, en su memorable
obra Las estructuras antropológicas de lo
imaginario
, abre una sugerente línea de
investigación para indagar en la naturaleza de lo
imaginario. En las últimas décadas pueden verse
especialmente las interesantes aportaciones de (Baczko, 1984:
8), (Miranda, 1986: 15) y (Baeza, 2000: 9).

   [4] La noción de
monde imaginale procede de los estudios en torno al papel
ontológico       
asignado a la  imaginación en el islamismo de H.
Corbin. Véase, especialmente Corbin, 1993).

[5] No en vano el estudio del
Imaginario social ha servido de utillaje teórico innovador
en los recientes estudios en torno a los procesos de
configuración de identidades sociales, en donde la parte
de irrealidad juega un papel esencial en la constitución del lazo comunitario.
Véase, especialmente, Beriain (1996), (2000).

    [6] Esta perspectiva que
liga Imaginario social y poder puede verse de manera especial
en     Imbert (1992), Pintos (2000) y
Carretero (2001).

       [7]
De  hecho lo imaginario es el fundamento en donde reposa la
utopía. Ninguna utopía ha    
llegado a materializarse históricamente, como tampoco
ningún proceso revolucionario ha llegado a cuajar, sin un
elemento imaginario que movilizara la energía colectiva en
una determinada dirección. Véase, a este respecto,
(Maffesoli, 1977), (Baczko, 1984) o también (Delgado,
2002)

Angel Enrique Carretero Pasín

Profesor de Filosofía en el IES Chano 
Piñeiro/  Grupo Compostela de  Estudios sobre
Imaginarios Sociales:  Departamento de Sociología de
la Universidad de Santiago de Compostela

Licenciado en Filosofía: Universidad de Santiago
de Compostela (USC). Doctor en Sociología y Ciencias
Políticas (USC). Profesor
Titular de Filosofía y Sociología en el IES Chano
Piñeiro. Integrante del GCEIS (Grupo Compostela de
Estudios sobre Imaginarios sociales). Ha publicado Imaginarios
sociales y crítica ideológica
y Michel
Maffesoli. Un pensamento nómada
. También ha
publicado diferentes trabajos en Revistas académicas como
Anthropos, Sociétés, Revista de
Occidente, Revista Española de Investigaciones
Sociológicas, Esprit critique, Comunicación y sociedad, Nómadas, A
trave de Ouro, etc…Ha estado en
diversas ocasiones como  Investigador invitado en el CEAQ
(Centro de Estudios sobre lo Actual y lo Cotidiano) Paris
V/Sorbonne bajo la dirección de Michel Maffesoli.
Líneas de investigación: Imaginario, Postmodernidad
y Sociología de la vida cotidiana.

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